CAPITULO
I
NOCHE
DE BOHEMIA
El
calor veraniego es insoportable. Tan insoportable, que me veo forzado
a abrir la ventana de la sala y permitir la entrada del aire fresco
de la alborada, rozando mi
rostro con
caricias frescas, mitigando la cálida sensación estival en mi
cuerpo y en mi conciencia atormentada.
Con
pasos lentos y silentes, en la penumbra continúo dando vueltas del
comedor a la sala para
volver
con los mismos pasos sigilosos, y sentarme en una silla del
comedor al amanecer.
Al encender un cigarrillo y exhalar el humo, fijo la vista en la nube
que se va formando en espiral en el ambiente; dibujando difusas
siluetas caprichosas y fantasmales, las cuales, con cierta lentitud
se desvanecen en el aire. Un sin fin de imágenes sin
control abordan mi mente y me
trasladan a principios de la década de los ochenta.
Al mirar el reloj, en voz baja surge atónita de mi garganta una
exclamación: ―¡Las
tres de la mañana!
Tras
darme cuenta de la hora y ver que mi consciente no diera muestras de
rendirse, me di a la tarea de contemplar, una a una las imágenes que
empezaban a llegar como un torrente, percibiendo entre ellas las
lejanas noches en vela en la sala de la campestre casa en Tepoztlán;
un pueblo mágico y tranquilo al que solíamos acudir don Augusto y
yo de vez en cuando en busca de tranquilidad, y aislarnos por algunos
días del mundo y de la gente.
Nítidas
imágenes me muestran escenas de una de las tantas noches en las
cuales nos hallábamos reunidos todo el grupo de bohemios: el
licenciado Guerra; Felipe; don Augusto; Angelito y yo. Todos reíamos
a carcajadas de contento. No existía nada; ni pena alguna que fuera
capaz de arrebatarnos el momento de júbilo desbordado en el cual,
nos encontrábamos sentados a la mesa abarrotada de vasos rebosantes
de brandy.
El
regocijo era excesivo. Las escandalosas risas se mezclaban con el
ruido que hacían las fichas de dominó al chocar unas contra otras.
Aquél sonido armonioso retumbaba en el entorno al ser batidas
estrepitosamente sobre la mesa del comedor, colmada de ceniza de
olorosos y humeantes cigarrillos, aromatizando el ambiente con
fantásticas nubes de humo suspendidas en el aire.
Aún
percibo el
sonido de la gritería de todos los presentes, al combinarse con los
brindis y los reclamos que le hacía el lic. Guerra a Angelito
-compañero suyo de juego en la partida de dominó-, quien
involuntariamente <<
“le ahorcara la mula de cinco”>>.
Puedo
escuchar también las sonoras carcajadas de don Augusto mezcladas con
las mías, jubilosos por el <<cierre>>
y gane de la partida, mientras Felipe observaba con sonrisa socarrona
el juego con gran curiosidad.
Cómo
olvidar el sonido de aquél viejo tocadiscos que nos hacía compañía
en las noches al ejecutar un disco legendario con poemas varios,
recitados magistralmente por el célebre
<<Declamador
de América>>
Manuel Bernal. Escuchábamos los versos sin prestarle demasiada
atención al estar entretenidos en las partidas de dominó y en el
relajo.
Aunque debo
mencionar, que esperábamos ávidos e impacientes un poema. Sí, tan
sólo un poema el que por su profunda melancolía, es capaz de
ablandar un corazón tan duro como la roca. Era el mismo poema que
don Augusto y yo escuchábamos en algunas noches atestadas de vacío
y soledad en nuestras almas, cuando acudíamos a la citada casa en
busca de tranquilidad y de reposo.
Por
fin llegó el momento ansiado para escuchar el extraordinario poema
titulado: <<El
brindis del bohemio>>,
-escrito por el eximio poeta Guillermo
Aguirre y Fierro.
Al
mismo tiempo, entre palabras ingeniosas con desbordada exaltación,
entonamos cada uno aquellos brindis sin perder detalle alguno desde
los primeros versos: <<Entorno
de una mesa de cantina, una noche de invierno regocijadamente
departían seis alegres bohemios...>>;
para
continuar
con
<<.
...brindo por el ayer que en la amargura que hoy cubre de negrura mi
corazón, esparce sus consuelos trayendo hasta mi mente las dulzuras
de goces, de ternuras, de dichas, de deliquios, de desvelos ...>>;
hasta llegar a los versos del brindis de Juan, el bohemio que
brindara <<
...porque en mi mente brote un torrente de inspiración divina y
seductora... porque mis versos cual saetas, lleguen hasta las grietas
formadas de metal y de granito, del corazón de la mujer ingrata que
a desdenes me mata... ¡pero que tiene un cuerpo muy bonito!>>.
Sin
duda alguna, los versos recitados en esos brindis fueron concebidos
con divina inspiración, arrancada de lo más profundo del alma para
ser plasmados con mixtura de tinta derivada de sangre auténtica;
sangre extraída de lo más recóndito del sentimiento del poeta. Son
versos que nos hacían vibrar a todos los ahí presentes, los que muy
atentos y conmovidos, escuchábamos con cierta algarabía cada uno de
ellos.
Al
momento en que
hizo acto de presencia el brindis de <<Arturo,
el bohemio puro de noble corazón y gran cabeza>>
cesó la gritería. Un silencio sepulcral inundó la sala. Con los
ojos entrecerrados y todos con los brazos extendidos en lo alto, nos
aferramos a nuestros vasos cual si fuera nuestra propia vida, para
atender con atención el esperado brindis, haciéndonos estremecer al
escuchar la exquisitez de aquellos versos: <<Brindo
por la mujer, mas no por esa en la que halláis consuelo en la
tristeza, rescoldo del placer, ¡desventurados!; no por esa que os
brinda sus hechizos cuando besáis su rizos artificiosamente
perfumados... Brindo pero por una, por la que me brindó sus
embelesos y me envolvió en sus besos... por la mujer que me arrulló
en la cuna>>.
Todos
nos mostrábamos preparados para chocar con entusiasmo nuestros vasos
y al unísono exclamar con jubiloso ímpetu al momento de escuchar:
<<¡Por
mi madre bohemios!>>.
En
sepulcral silencio continuamos escuchando hasta el final el brindis.
Al término del poema, no faltaron las lágrimas en nuestros rostros
agotados y achispados por el efecto del desvelo, el tabaco y la
bebida.
El
tiempo continuó su marcha. Se alargaron las partidas de dominó; los
tragos; los brindis; el parloteo; la música; las nerviosas risas y
hasta los reclamos. Hubo instantes en los cuales, por la sala
dejábanse escuchar lamentos silenciosos, y algunos suspiros apagados
en sollozos vacilantes que duraron casi hasta la alborada, al
recordar cada uno de nosotros a la autora de nuestra vida: ¡A
nuestra madre amada!
En
el entorno, flotaba una densa niebla de humo por el consumo
desmesurado de tabaco y que, consecuencia lógica de ello, se fueron
escaseando los cigarros.
Espontáneamente
Felipe vio el reloj y al levantarse de la silla, con fatigada voz nos
avisa que son las cuatro de la mañana al momento en que, entre
bostezos, se dirige a una de las recámaras despidiéndose de todos,
mientras el licenciado Guerra hacía lo mismo y se fue a dormir.
Debo
mencionar que la casa constaba de dos recámaras; una de ellas
destinada para don Augusto. La otra habitación, estaba
acondicionada por dos literas haciendo cuatro camas, la cual, estaba
destinada para nosotros.
El
reloj continuó su persistente marcha. El lic. Guerra y Felipe ya se
habían ido a dormir. Don Ángel se hallaba dormido, tendido a lo
largo del sofá, mientras yo, me sentía adormilado, cansado;
escurrido en una silla haciendo uno y mil intentos por continuar
despierto en la charla con don Augusto. Su voz me parecía pausada y
lejana. Me sentía flotar entre nubes... lento, muy lento como entre
sueños por efectos del alcohol y el desvelo.
Así
transcurrieron las horas. Mi esfuerzo sobrehumano por vencer el sueño
y platicar mientras bebíamos sendos vasos de brandy entre tabaco y
varios chascarrillos de don Augusto, era vano.
Había
algo que me había inquietado en demasía a lo largo de la noche,
cuando empecé a notar que ya empezaban a escasear los cigarrillos.
Parecía que las horas transcurrían lentas y eternas. Cada vez que
volteaba a ver el reloj, me daba la impresión que se habían quedado
inertes las manecillas, fijas, como si se hubiese detenido el tiempo.
Era mucha mi desesperación por ver que amaneciera antes que llegase
el momento por mi temido. Sin embargo, no tardó en llegar, pues don
Augusto pidió un cigarrillo y comprobé que de las cuatro
cajetillas, ya no quedaba ni uno sólo.
Inesperadamente,
vi a don Augusto levantarse de su silla y caminar hacia el centro de
la sala. Yo, sin darle mucha importancia, continué bebiendo sentado
a la mesa, sumergido en mis recónditos pensamientos. Sin embargo, de
improviso giré la cabeza para mirar hacia a donde él se había
dirigido, y grande fue mi sorpresa al verle de rodillas sobre el
piso. En ese momento, me levanté de la silla para ir hacia él y
poder mirar lo que don Augusto hacía, y grande fue mi asombro al
verle recoger del piso algunas colillas de cigarro; empresa a la que
me uní a él muy gustoso.
—Lo
bueno es que usted siempre deja a la mitad los cigarros señor, —le
dije con entusiasmo.
La
verdad es que yo
nunca le vi fumar entero un cigarrillo a don Augusto, ni machacarlo
contra un cenicero como es mi habitual costumbre. Él tenía la
usanza de dejar casi a la mitad los cigarros; tomarlos entre los
dedos y arrojarlos al piso, alejado de nosotros. Esa práctica -de
mal gusto o no-, fue nuestra salvación en los momentos de angustia
en muchas madrugadas; ya que al agotarse las cajetillas y sobra
alcohol, y hay muchas horas de la noche por delante, más se siente
la mortífera ansiedad de un cigarrillo.
El
bullicio de las estruendosas carcajadas que hacíamos al recoger las
colillas de cigarro despertó a Angelito. Sobresaltado, abrió sus
ojos rojos como lumbre; y como impulsado por un resorte, tal como lo
haría un robot, se sentó desconcertado en el borde del sofá. Al
ver que nos encontrábamos entre risas, bromas y quitados de la pena
fumando sentados sobre el piso de la sala, aún adormilado se levantó
y fue hacia nosotros a hacernos compañía. Se sentó en el piso con
su copa y encendió una colilla de cigarro para unirse a nosotros a
la recolección de tabaco. Tarea que nos mantuvo ocupados hasta el
amanecer del nuevo día.
Miguel Rodíguez
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