miércoles, 28 de septiembre de 2016

CAPITULO I


CAPITULO I

NOCHE DE BOHEMIA

El calor veraniego es insoportable. Tan insoportable, que me veo forzado a abrir la ventana de la sala y permitir la entrada del aire fresco de la alborada, rozando mi rostro con caricias frescas, mitigando la cálida sensación estival en mi cuerpo y en mi conciencia atormentada. Con pasos lentos y silentes, en la penumbra continúo dando vueltas del comedor a la sala para volver con los mismos pasos sigilosos, y sentarme en una silla del comedor al amanecer. Al encender un cigarrillo y exhalar el humo, fijo la vista en la nube que se va formando en espiral en el ambiente; dibujando difusas siluetas caprichosas y fantasmales, las cuales, con cierta lentitud se desvanecen en el aire. Un sin fin de imágenes sin control abordan mi mente y me trasladan a principios de la década de los ochenta. Al mirar el reloj, en voz baja surge atónita de mi garganta una exclamación: ¡Las tres de la mañana!
Tras darme cuenta de la hora y ver que mi consciente no diera muestras de rendirse, me di a la tarea de contemplar, una a una las imágenes que empezaban a llegar como un torrente, percibiendo entre ellas las lejanas noches en vela en la sala de la campestre casa en Tepoztlán; un pueblo mágico y tranquilo al que solíamos acudir don Augusto y yo de vez en cuando en busca de tranquilidad, y aislarnos por algunos días del mundo y de la gente.
Nítidas imágenes me muestran escenas de una de las tantas noches en las cuales nos hallábamos reunidos todo el grupo de bohemios: el licenciado Guerra; Felipe; don Augusto; Angelito y yo. Todos reíamos a carcajadas de contento. No existía nada; ni pena alguna que fuera capaz de arrebatarnos el momento de júbilo desbordado en el cual, nos encontrábamos sentados a la mesa abarrotada de vasos rebosantes de brandy.
El regocijo era excesivo. Las escandalosas risas se mezclaban con el ruido que hacían las fichas de dominó al chocar unas contra otras. Aquél sonido armonioso retumbaba en el entorno al ser batidas estrepitosamente sobre la mesa del comedor, colmada de ceniza de olorosos y humeantes cigarrillos, aromatizando el ambiente con fantásticas nubes de humo suspendidas en el aire.
Aún percibo el sonido de la gritería de todos los presentes, al combinarse con los brindis y los reclamos que le hacía el lic. Guerra a Angelito -compañero suyo de juego en la partida de dominó-, quien involuntariamente << “le ahorcara la mula de cinco”>>.
Puedo escuchar también las sonoras carcajadas de don Augusto mezcladas con las mías, jubilosos por el <<cierre>> y gane de la partida, mientras Felipe observaba con sonrisa socarrona el juego con gran curiosidad.
Cómo olvidar el sonido de aquél viejo tocadiscos que nos hacía compañía en las noches al ejecutar un disco legendario con poemas varios, recitados magistralmente por el célebre <<Declamador de América>> Manuel Bernal. Escuchábamos los versos sin prestarle demasiada atención al estar entretenidos en las partidas de dominó y en el relajo. Aunque debo mencionar, que esperábamos ávidos e impacientes un poema. Sí, tan sólo un poema el que por su profunda melancolía, es capaz de ablandar un corazón tan duro como la roca. Era el mismo poema que don Augusto y yo escuchábamos en algunas noches atestadas de vacío y soledad en nuestras almas, cuando acudíamos a la citada casa en busca de tranquilidad y de reposo.
Por fin llegó el momento ansiado para escuchar el extraordinario poema titulado: <<El brindis del bohemio>>, -escrito por el eximio poeta Guillermo Aguirre y Fierro.
Al mismo tiempo, entre palabras ingeniosas con desbordada exaltación, entonamos cada uno aquellos brindis sin perder detalle alguno desde los primeros versos: <<Entorno de una mesa de cantina, una noche de invierno regocijadamente departían seis alegres bohemios...>>; para continuar con <<. ...brindo por el ayer que en la amargura que hoy cubre de negrura mi corazón, esparce sus consuelos trayendo hasta mi mente las dulzuras de goces, de ternuras, de dichas, de deliquios, de desvelos ...>>; hasta llegar a los versos del brindis de Juan, el bohemio que brindara << ...porque en mi mente brote un torrente de inspiración divina y seductora... porque mis versos cual saetas, lleguen hasta las grietas formadas de metal y de granito, del corazón de la mujer ingrata que a desdenes me mata... ¡pero que tiene un cuerpo muy bonito!>>.
Sin duda alguna, los versos recitados en esos brindis fueron concebidos con divina inspiración, arrancada de lo más profundo del alma para ser plasmados con mixtura de tinta derivada de sangre auténtica; sangre extraída de lo más recóndito del sentimiento del poeta. Son versos que nos hacían vibrar a todos los ahí presentes, los que muy atentos y conmovidos, escuchábamos con cierta algarabía cada uno de ellos.
Al momento en que hizo acto de presencia el brindis de <<Arturo, el bohemio puro de noble corazón y gran cabeza>> cesó la gritería. Un silencio sepulcral inundó la sala. Con los ojos entrecerrados y todos con los brazos extendidos en lo alto, nos aferramos a nuestros vasos cual si fuera nuestra propia vida, para atender con atención el esperado brindis, haciéndonos estremecer al escuchar la exquisitez de aquellos versos: <<Brindo por la mujer, mas no por esa en la que halláis consuelo en la tristeza, rescoldo del placer, ¡desventurados!; no por esa que os brinda sus hechizos cuando besáis su rizos artificiosamente perfumados... Brindo pero por una, por la que me brindó sus embelesos y me envolvió en sus besos... por la mujer que me arrulló en la cuna>>.
Todos nos mostrábamos preparados para chocar con entusiasmo nuestros vasos y al unísono exclamar con jubiloso ímpetu al momento de escuchar:
<<¡Por mi madre bohemios!>>.
En sepulcral silencio continuamos escuchando hasta el final el brindis. Al término del poema, no faltaron las lágrimas en nuestros rostros agotados y achispados por el efecto del desvelo, el tabaco y la bebida.

El tiempo continuó su marcha. Se alargaron las partidas de dominó; los tragos; los brindis; el parloteo; la música; las nerviosas risas y hasta los reclamos. Hubo instantes en los cuales, por la sala dejábanse escuchar lamentos silenciosos, y algunos suspiros apagados en sollozos vacilantes que duraron casi hasta la alborada, al recordar cada uno de nosotros a la autora de nuestra vida: ¡A nuestra madre amada!
En el entorno, flotaba una densa niebla de humo por el consumo desmesurado de tabaco y que, consecuencia lógica de ello, se fueron escaseando los cigarros.
Espontáneamente Felipe vio el reloj y al levantarse de la silla, con fatigada voz nos avisa que son las cuatro de la mañana al momento en que, entre bostezos, se dirige a una de las recámaras despidiéndose de todos, mientras el licenciado Guerra hacía lo mismo y se fue a dormir.
Debo mencionar que la casa constaba de dos recámaras; una de ellas destinada para don Augusto. La otra habitación, estaba acondicionada por dos literas haciendo cuatro camas, la cual, estaba destinada para nosotros.
El reloj continuó su persistente marcha. El lic. Guerra y Felipe ya se habían ido a dormir. Don Ángel se hallaba dormido, tendido a lo largo del sofá, mientras yo, me sentía adormilado, cansado; escurrido en una silla haciendo uno y mil intentos por continuar despierto en la charla con don Augusto. Su voz me parecía pausada y lejana. Me sentía flotar entre nubes... lento, muy lento como entre sueños por efectos del alcohol y el desvelo.
Así transcurrieron las horas. Mi esfuerzo sobrehumano por vencer el sueño y platicar mientras bebíamos sendos vasos de brandy entre tabaco y varios chascarrillos de don Augusto, era vano.




Había algo que me había inquietado en demasía a lo largo de la noche, cuando empecé a notar que ya empezaban a escasear los cigarrillos. Parecía que las horas transcurrían lentas y eternas. Cada vez que volteaba a ver el reloj, me daba la impresión que se habían quedado inertes las manecillas, fijas, como si se hubiese detenido el tiempo. Era mucha mi desesperación por ver que amaneciera antes que llegase el momento por mi temido. Sin embargo, no tardó en llegar, pues don Augusto pidió un cigarrillo y comprobé que de las cuatro cajetillas, ya no quedaba ni uno sólo.
Inesperadamente, vi a don Augusto levantarse de su silla y caminar hacia el centro de la sala. Yo, sin darle mucha importancia, continué bebiendo sentado a la mesa, sumergido en mis recónditos pensamientos. Sin embargo, de improviso giré la cabeza para mirar hacia a donde él se había dirigido, y grande fue mi sorpresa al verle de rodillas sobre el piso. En ese momento, me levanté de la silla para ir hacia él y poder mirar lo que don Augusto hacía, y grande fue mi asombro al verle recoger del piso algunas colillas de cigarro; empresa a la que me uní a él muy gustoso.
Lo bueno es que usted siempre deja a la mitad los cigarros señor, —le dije con entusiasmo.
La verdad es que yo nunca le vi fumar entero un cigarrillo a don Augusto, ni machacarlo contra un cenicero como es mi habitual costumbre. Él tenía la usanza de dejar casi a la mitad los cigarros; tomarlos entre los dedos y arrojarlos al piso, alejado de nosotros. Esa práctica -de mal gusto o no-, fue nuestra salvación en los momentos de angustia en muchas madrugadas; ya que al agotarse las cajetillas y sobra alcohol, y hay muchas horas de la noche por delante, más se siente la mortífera ansiedad de un cigarrillo.
El bullicio de las estruendosas carcajadas que hacíamos al recoger las colillas de cigarro despertó a Angelito. Sobresaltado, abrió sus ojos rojos como lumbre; y como impulsado por un resorte, tal como lo haría un robot, se sentó desconcertado en el borde del sofá. Al ver que nos encontrábamos entre risas, bromas y quitados de la pena fumando sentados sobre el piso de la sala, aún adormilado se levantó y fue hacia nosotros a hacernos compañía. Se sentó en el piso con su copa y encendió una colilla de cigarro para unirse a nosotros a la recolección de tabaco. Tarea que nos mantuvo ocupados hasta el amanecer del nuevo día.




Miguel Rodíguez

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